sábado, 31 de octubre de 2009

NOS ATREVEMOS A ESCRIBIR

Nos acercamos con inquietud a la página en blanco. Nos anima una primera pasión, pero nos paraliza la sensación repentina de que no tenemos nada que decir. Pues en esta ocasión te he facilitado la labor con una propuesta. El relato ya avanza inexorablemente hacia un fin, el que tú quieras darle. Prueba a conducir a mi personje hasta tu fantasía, cógelo de la mano con cuidado y atrévete a guiarlo hacia su desenlace.

LABORATORIO 1

En el oscuro corredor sólo atinaba a vislumbrar el cartel blanco incrustado en la antigua puerta de madera. Laboratorio 1, las letras aparecían desgastadas por las sucesivas generaciones de alumnos inquietos que transitaban por los pasillos de aquel centro. Ahora me envolvía la oscuridad, espesas nubes grises habían ahogado la luna llena, rodeado de un denso silencio, intuía que los planes de rodaje no iban a ser tan fáciles como decidimos en un principio.

Aún cuando mi confianza en conseguir un aprobado no era muy elevada, decidí en un segundo que aquel trabajo me convenía. La perspectiva de hurgar en los más recónditos recovecos del instituto a altas horas de la noche me atraía poderosamente. Así que cooperé hasta donde mi indolencia y hastío me lo permitieron en la producción de aquella historia de fantasmas. Las Leyendas de Bécquer nos sirvieron de inspiración para imaginar una romántica pareja de adolescentes rota de forma trágica por un accidente de tráfico. La joven enamorada sería interpretada por Mónica, orgullosa de tener el papel principal, mientras que el alocado chico que perdía la vida en un siniestro golpe del destino sería representado por mí, no por mis excelentes dotes artísticas sino porque era el único varón del grupo.
El encuentro entre la amada y el espectro de su pretendiente tendría lugar en el Laboratorio 1, porque allí se encontraba el esqueleto utilizado para ilustrar las clases de Ciencias de nuestro profesor favorito. A mí me impresionaba la forma en que Don Amadeo destripaba la lección más complicada en pequeñas y comprensibles explicaciones con una naturalidad impactante. De todas las asignaturas de bachillerato sólo la de él lograba traspasar la barrera de mi aburrimiento. Pero hasta en los mejores momentos me martilleaba en el cerebro la obsesión por mi fracaso, intentaba esforzarme por pensar en una solución a mi verdadero problema.
En la clase de francés de la semana pasada tuve que enfrentarme a las sugerencias de mis compañeras de grupo,pero triunfé, haríamos el corto como yo quería.
Todo aquel torbellino martilleaba mi cabeza cuando me dejaron solo en el pasillo. Recorrí la planta baja con solemnidad, el recogimiento se adivinaba en las tenebrosas sombras que se escondían tras las puertas de las aulas vacías.
Ascendí con cautela por el primer tramo de escalera, mi aliento me resultaba ajeno, a cada instante un escalofrío recorría mi espalda, la impresión de unos pasos leves que me seguían me paralizaba, mientras escrutaba las tinieblas que me rodeaban un chirrido sordo me hizo temblar.
Espanté la angustia pensando en que mi objetivo estaba cerca, mi respiración entrecortada me acompañó hasta el último escalón. Para tranquilizarme deslicé la yema de los dedos por la pared, un hálito frío me golpeó en el rostro al pisar el último peldaño, mi dedo meñique permanecía sobre el rugoso muro, cuando un crujido estridente atravesó el fúnebre silencio. Un hilillo de sudor descendía por mi espalda. Mi dedo había quedado hundido en una grieta de la pared, el pánico me inmovilizaba, notaba como el muro apretaba mi carne, la uña se curvaba bajo la presión, una fuerza descomunal absorbía mi sangre, al instante la horrible sensación había desaparecido.
Repuesto de la impresión anduve a tientas hasta la puerta del Laboratorio 1, el dedo latía, al parecer todo mi fluido sanguíneo se arremolinaba en mi mano, no la veía porque me cegaba la oscuridad, pero estaba seguro de que estaba tumefacta.
Las llaves temblaban en mi mano izquierda, después de varios intentos la puerta cedió, acostumbré mis ojos al entorno, un olor a podrido, penetrante y ácido me golpeó el cerebro. No pude aguantarlo, me tapé la nariz con la mano hinchada, al acercarla a mi rostro comprobé que la tenía inflamada, intenté mover el meñique, pero apenas conseguí que se curvara unos milímetros, una punzada de dolor me hizo desistir.
Al instante reaccioné, tenía que cumplir mi propósito, avancé hacia el fondo, el armario de puertas de aluminio blancas guardaba lo que yo ansiaba. Mis compañeras de grupo, ajenas a mis intenciones, continuaban rodando las escenas del cortometraje. Mientras me aproximaba un frío extraño me acariciaba la cara, la terrible certeza de que no estaba solo en aquella sala rondaba mi cabeza, sin permitirme un instante de distracción, me concentré en la cerradura del armario.
Al fin tras manipular el pasador la puerta cedió, apareció ante mí un agujero negro en el que aguardaba la meta de mi aventura nocturna.
Cuando tanteaba las baldas situadas a la derecha del hueco, una fuerza me hizo caer dentro del agujero, me golpeé con la pared, pero lo que realmente me asustó fue oír el ruido metálico de las hojas al cerrarse.

domingo, 25 de octubre de 2009

ESCRIBIR SOBRE TI MISMO

Una de las grandes tentaciones de los lectores es imaginar que lo fabulado por el narrador se corresponde con la vida y milagros del autor. Una de las respuestas más frecuentes , pronunciada en las entrevistas a escritores de renombre, es la negación de cualquier vinculación de la ficción con su propia realidad.
Ambas ideas son acertadas y verdaderas, es decir, nada de lo imaginado por el autor es real, pero es cierto que lo relatado por el narrador forma parte de lo vivido por el escritor. Aunque parezcan contradictorias estas afirmaciones se afianzan en la diferencia entre narrador y autor.
El escritor manipula lo recordado con la figura del narrador, éste es una extensión de su propia personalidad, mas no deja de ser una parte de él mismo, puesto que se alimenta de su memoria y de su fantasía.
Penetremos pues en nuestros recuerdos con la libertad de un niño que comienza a caminar, dejemos que las primeras emociones se hagan presentes y contaminen nuestros escritos.

lunes, 19 de octubre de 2009

ATRAPAR EL TIEMPO

Al escritor se le plantea la tarea de expresar el tiempo en su relato. No puede contar sin que aquello que sucede en su historia esté situado en un momento del devenir, la acción, la vida de sus personajes debe estar invariablemente sujeta a esa magnitud temporal.

Magníficos creadores de ficciones nos aletargan con un pausado y aburrido transcurso de la historia. El ritmo de una creación debe ser el adecuado, para cada escena hay un transcurrir determinado.

En el caso de que nuestro autor nos recargue sus textos con inacabables descripciones; el vaso, el agua, la mesilla, la lamparilla, el libro, la crema de manos, la medicina, el frasco,... ya no nos interesa qué ha ocurrido con el enfermo, me da igual que haya muerto o si permanece agonizando durante días.

La diferencia está en el tiempo, un segundo se hace eterno cuando el escritor no ha sabido encontrar el tempo, el ritmo de su historia, lo demás es el entorno, la creación, la magia, la fantasía.

Veamos pues si el escribiente tiene razón, pues todo varía si yo he vivido un segundo, una hora, un día o una eternidad.

domingo, 18 de octubre de 2009

LA SABIDURÍA DE CRECER

Cuando cumplí doce años hubo una gran fiesta en mi casa, la familia celebraba mi crecimiento.

Desde que tomas aliento por primera vez, la bocanada de aire inicial estrena la andadura de la vida. A partir de entonces todos los que te acompañan en esa aventura celebran cada uno de tus
progresos: tus sonrisas, los gestos torpes de tus manos, las articulaciones sin sentido coherente, los pasos vacilantes del sofá a la silla del comedor, los berridos exigiendo la comida,...Todo ello irá aparejado de fiestas, risas y alboroto.

En esa ocasión de la que hablaba al inicio, me inundaron de regalos, besos cariñosos y sonoros que retumbaban en las paredes del salón, engalanado de globos multicolores, serpentinas y una piñata ,semejantea un barco pirata que había construído mi tía con papel de colores, ingenio y habilidad.

Los comentarios se sucedían a medida que familiares y amigos tomaban la casa para disfrutar del ágape, todos ellos giraban en torno a lo mayor que estaba, lo mucho que había crecido, lo bien que me encontraba de salud, pues siempre he sido un niño enfermizo, y me auguraban un prometedor futuro siempre que siguiera crecendo así de bien.

Ahora cumplo también años, no los doce ni los trece sino bastantes más. En esta ocasión también he organizado una sencilla reunión de amigos y familiares, el salón está engalanado con serpentinas y , en el centro, se encuentra una mesa repleta de bocadillos, tortilla, canapés variados y muchas bebidas diferentes, preparadas para ser consumidas por muchas bocas sedientas.

Pero en las sucesivas bienvenidas, tras dos sonoros y cariñosos besos, o después de efusivos abrazos, lo que manifiestan mis allegados son deseos como; "Qué sigas así de conservado, qué no se te noten los años, qué en la vida lo importante es la salud..."

De repente, me asalta un espantoso sentimiento de pérdida, ya no voy a crecer más, lo que me espera a partir de ahora es la marcha atrás, una caída libre hasta la muerte, un desgaste inexorable que me llevará hasta el instante final. Pero mi naturaleza se rebela, he llegado hasta aquí y voy a seguir para delante, seguiré creciendo, aprendiendo, cambiando, equivocándome, caminando. Ahora soy más sabio y pierdo menos el tiempo, quizás lo más importante después de los años es que ya sé con certeza que su valor es relativo.

miércoles, 14 de octubre de 2009

BIENVENIDA AL MUNDO DEL SABER

Las nuevas tecnologías me permiten comunicarme a distancia con los que están interesados en el saber. Una vez probado el sabor de la cultura, serán adictos al disfrute de los manjares de la mente. Ya que nos hemos presentado, les ofrezco una pizca de buena literatura. Hay que degustarla con los ojos cerrados y los sentidos abiertos. Buen apetito.

El miedo[Cuento. Texto completo]
Ramón del Valle Inclán
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor...
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro...!
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey...!
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución ...¡Yo no absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!
FIN